Ilustración: el Tomi. Artista argentino, tal vez el mejor.
Publicado en el ángel de lata. Junio/agosto del 2001.
Cañete: Un velero enorme adentro de una lámpara
Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda.
Salía en libertad. De Pérez lo llevaron a la jefatura y no tenía para ir a su casa. Le pidió a un guardia que me llamara para que lo fuera a buscar.
Salvador lo esperó en el portón y el apareció con un velero enorme adentro de una lámpara. No sé de donde había sacado aquella lámpara tan grande. Una lámpara gigante pero que apenas podía contener aquel enorme velero.
El corazón de Cañete era un velero enorme adentro de una lámpara. -Esto es para Mariana-, le dijo a Salvador y le dio su corazón, sin mediar mas palabras, para que me lo regalara.
Cañete era un pibe que se conocía Tribunales de punta a punta. Se metía a las asistentes sociales y a las secretarias de cada juzgado en los bolsillos. Hasta le daban plata. Él les enseñaba a los otros pibes cómo declarar ante un juez, como comportarse, con quien y donde nunca había que mandarse una cagada. Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda.
Una vez, cuando era muy chico, se fugó de una comisaría de menores. Allí también había chicas y la custodia, por entonces, era femenina. -Me salté de un balcón al mástil de la bandera que había en el patio...- me contó después -...me deslicé, llegué al piso y salí rajando...- prosiguió -...no estaba tan mal ahí y, encima, había chicas-. Entonces le pregunté intrigada, -¿Y si no estabas tan mal ahí porqué te escapaste, Caño?-. Con absoluta sencillez me dio una respuesta tan brillante como sus ojos. -Tampoco la pasión por las rejas, doña-.
Una noche lo agarraron y lo llevaron a la sexta. Fuimos a buscarlo y el comisario nos contó que entró gritando sus derechos, como todos, y como a todos se los dejó gritar para que se canse y se duerma. Craso error, Cañete no era como todos y, en cuanto a sus derechos, era capaz de gritarlos toda la vida, poco le costaría, como es de suponer, gritarlos solo una noche. Así lo hizo y la comisaría entera no durmió escuchando los derechos de Cañete hasta el amanecer, sin parar.
Otra vez íbamos en un auto enfrascados en esas largas conversaciones que solíamos tener. Trataba de explicarle porqué para mi la salida no era individual sino colectiva. Le contaba como los obreros se unían y luchaban por sus derechos, por su dignidad, que si echaban a uno del trabajo reaccionaban todos como si fueran ese y se peleaban para que lo reincorporen y lo importante que era sentirse parte de algo. Le contaba que mucha gente había padecido las mismas cosas jodidas que le habían tocado padecer a él en su vida pero que, sin embargo, no robaban. -Encima robar es el acto mas individualista porque, en general, le robás a uno que se rompió el lomo trabajando para juntar unos pocos mangos...- le dije y rematé -...y vos vas y te cagás en todo eso y le robás pensando en vos solo. Cuando le terminé de decir esto iba con la vista clavada en el camino, meditativo, ensimismado, y entonces, todavía reflexionando me apoyó una mano en el brazo y me preguntó -¿Doña, usted lo que me está proponiendo es que robe pero que después lo reparta?.
Otra vez, en medio del tremendo desorden de un motín que estalló en una comisaría donde estaba preso Caño pidió hablar con el juez de menores. Una vez que estuvo enfrente del funcionario, serenamente, le explicó, -Mire, el penal da justito enfrente del baño de la comisaría y hay una milica que después de bañarse sale en toalla, tira plumas y los monos que están todo el día encerrados se ponen como locos- y entonces planteó su reclamo -Si usted nos consiguiera una pelota de fútbol y nos dejara armar un picadito como para que podamos descargar un poco de energía, las cosas podrían andar mucho mejor-.
A Cañete lo conocí en otro motín, creo que en la sexta. La tarde era de verano, de esas en que mover el cuerpo exige un doble esfuerzo físico y mental. Llegué a la comisaría, como siempre estaba llena de menores tutelados por la justicia tal y como la justicia tutela a los menores, jaulas pestilentes, olores nauseabundos, espacios asfixiantes. Los chicos habían prendido fuego a los colchones. Incendiar colchones es la forma mas cercana de pedirle a la pesadilla de la muerte por el sueño de la vida, incendiar colchones es un metafórico desafío que quiere decir, no vamos a descansar hasta que nos den un poquito de dignidad, no vamos a dormir hasta que nos escuchen, hasta que nos tengan en cuenta. Incendiar colchones es exigirse estar despiertos, existir a pesar de que todo les niega la existencia.
El caos era indescriptible. Mangueras y chorros de agua en medio de la negra densidad del humo. La policía no se dio cuenta de mi llegada y terminé adentro del penal, tan adentro como me quedaron grabadas aquellas imágenes. Los gritos. Los olores y los ojitos de los pibes, cuerpos de hombrecitos empapados por el agua que, textualmente, les escupían las mangueras. Los pelos chamuscados y el perfume del pánico, un perfume que tardó días en abandonarme la nariz. Y en medio de ese infierno apareció Cañete, sorprendente, gobernando su terror y tranquilizando a los demás chicos para ponerlos a salvo tanto del fuego como de los garrotazos de la guardia de infantería. Era una aparición, su cuerpo esmirriado, sus pelos chuzos, su mirada abismal. Una mirada que se cruzó con la mía, me atrapó y pasó lo que a veces pasa, que la vida del otro se une a la tuya en un pacto silencioso, vaya uno a saber porqué cosa loca o quizás sabiéndola.
Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda. Dice el servicio penitenciario que se suicidó, y al servicio penitenciario nadie le creyó, nadie le cree y nadie le va a creer nunca porque Caño, que se crió a fuerza de calle y flaqueza de miserias, amaba la vida, esa misma vida que apenas unas horas antes había pedido que le resguarden haciendo una petición en un juzgado. Tenía veinte años. A los ocho vio un juez por primera vez. Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda.
Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda.
Salía en libertad. De Pérez lo llevaron a la jefatura y no tenía para ir a su casa. Le pidió a un guardia que me llamara para que lo fuera a buscar.
Salvador lo esperó en el portón y el apareció con un velero enorme adentro de una lámpara. No sé de donde había sacado aquella lámpara tan grande. Una lámpara gigante pero que apenas podía contener aquel enorme velero.
El corazón de Cañete era un velero enorme adentro de una lámpara. -Esto es para Mariana-, le dijo a Salvador y le dio su corazón, sin mediar mas palabras, para que me lo regalara.
Cañete era un pibe que se conocía Tribunales de punta a punta. Se metía a las asistentes sociales y a las secretarias de cada juzgado en los bolsillos. Hasta le daban plata. Él les enseñaba a los otros pibes cómo declarar ante un juez, como comportarse, con quien y donde nunca había que mandarse una cagada. Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda.
Una vez, cuando era muy chico, se fugó de una comisaría de menores. Allí también había chicas y la custodia, por entonces, era femenina. -Me salté de un balcón al mástil de la bandera que había en el patio...- me contó después -...me deslicé, llegué al piso y salí rajando...- prosiguió -...no estaba tan mal ahí y, encima, había chicas-. Entonces le pregunté intrigada, -¿Y si no estabas tan mal ahí porqué te escapaste, Caño?-. Con absoluta sencillez me dio una respuesta tan brillante como sus ojos. -Tampoco la pasión por las rejas, doña-.
Una noche lo agarraron y lo llevaron a la sexta. Fuimos a buscarlo y el comisario nos contó que entró gritando sus derechos, como todos, y como a todos se los dejó gritar para que se canse y se duerma. Craso error, Cañete no era como todos y, en cuanto a sus derechos, era capaz de gritarlos toda la vida, poco le costaría, como es de suponer, gritarlos solo una noche. Así lo hizo y la comisaría entera no durmió escuchando los derechos de Cañete hasta el amanecer, sin parar.
Otra vez íbamos en un auto enfrascados en esas largas conversaciones que solíamos tener. Trataba de explicarle porqué para mi la salida no era individual sino colectiva. Le contaba como los obreros se unían y luchaban por sus derechos, por su dignidad, que si echaban a uno del trabajo reaccionaban todos como si fueran ese y se peleaban para que lo reincorporen y lo importante que era sentirse parte de algo. Le contaba que mucha gente había padecido las mismas cosas jodidas que le habían tocado padecer a él en su vida pero que, sin embargo, no robaban. -Encima robar es el acto mas individualista porque, en general, le robás a uno que se rompió el lomo trabajando para juntar unos pocos mangos...- le dije y rematé -...y vos vas y te cagás en todo eso y le robás pensando en vos solo. Cuando le terminé de decir esto iba con la vista clavada en el camino, meditativo, ensimismado, y entonces, todavía reflexionando me apoyó una mano en el brazo y me preguntó -¿Doña, usted lo que me está proponiendo es que robe pero que después lo reparta?.
Otra vez, en medio del tremendo desorden de un motín que estalló en una comisaría donde estaba preso Caño pidió hablar con el juez de menores. Una vez que estuvo enfrente del funcionario, serenamente, le explicó, -Mire, el penal da justito enfrente del baño de la comisaría y hay una milica que después de bañarse sale en toalla, tira plumas y los monos que están todo el día encerrados se ponen como locos- y entonces planteó su reclamo -Si usted nos consiguiera una pelota de fútbol y nos dejara armar un picadito como para que podamos descargar un poco de energía, las cosas podrían andar mucho mejor-.
A Cañete lo conocí en otro motín, creo que en la sexta. La tarde era de verano, de esas en que mover el cuerpo exige un doble esfuerzo físico y mental. Llegué a la comisaría, como siempre estaba llena de menores tutelados por la justicia tal y como la justicia tutela a los menores, jaulas pestilentes, olores nauseabundos, espacios asfixiantes. Los chicos habían prendido fuego a los colchones. Incendiar colchones es la forma mas cercana de pedirle a la pesadilla de la muerte por el sueño de la vida, incendiar colchones es un metafórico desafío que quiere decir, no vamos a descansar hasta que nos den un poquito de dignidad, no vamos a dormir hasta que nos escuchen, hasta que nos tengan en cuenta. Incendiar colchones es exigirse estar despiertos, existir a pesar de que todo les niega la existencia.
El caos era indescriptible. Mangueras y chorros de agua en medio de la negra densidad del humo. La policía no se dio cuenta de mi llegada y terminé adentro del penal, tan adentro como me quedaron grabadas aquellas imágenes. Los gritos. Los olores y los ojitos de los pibes, cuerpos de hombrecitos empapados por el agua que, textualmente, les escupían las mangueras. Los pelos chamuscados y el perfume del pánico, un perfume que tardó días en abandonarme la nariz. Y en medio de ese infierno apareció Cañete, sorprendente, gobernando su terror y tranquilizando a los demás chicos para ponerlos a salvo tanto del fuego como de los garrotazos de la guardia de infantería. Era una aparición, su cuerpo esmirriado, sus pelos chuzos, su mirada abismal. Una mirada que se cruzó con la mía, me atrapó y pasó lo que a veces pasa, que la vida del otro se une a la tuya en un pacto silencioso, vaya uno a saber porqué cosa loca o quizás sabiéndola.
Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda. Dice el servicio penitenciario que se suicidó, y al servicio penitenciario nadie le creyó, nadie le cree y nadie le va a creer nunca porque Caño, que se crió a fuerza de calle y flaqueza de miserias, amaba la vida, esa misma vida que apenas unas horas antes había pedido que le resguarden haciendo una petición en un juzgado. Tenía veinte años. A los ocho vio un juez por primera vez. Corazón de frutilla entre las rejas, ayer apareció colgado en una cárcel de Coronda.
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