Marta Álvarez y sus anécdotas sencillas y tiernas, todo un descubrimiento del diario la opinión de San Pedro. Marta Alvarez pasó su infancia en una estancia de Ireneo Portela cerca de Baradero. Delgada y vivaz, Marta tiene a los 70 años esa alegría y locuacidad de una persona cuya experiencia ha sido gratificante. Entre los recuerdos imborrables de su vida aparece el de una persona cuya figura se convirtió, con el correr de los años y en especial para los jóvenes, en un mito, en una leyenda, en un revolucionario emblemático y esos recuerdos entonces, además de imborrables, pasan a ser históricos, porque formó parte del grupo de niños con los que, viéndolos esporádicamente hasta su adolescencia y su juventud, se crió el Ché Guevara. “Era solidario, aventurero y buenísimo”, afirmó Marta.
Sin embargo el rostro que ve en los posters, en las remeras y en las tapas de los libros es casi desconocido para Marta, que tiene como último recuerdo del Ché su imagen a los 25 años, cuando se había recibido de médico, “sin barba, buen mozo y siempre desaliñado”.
Ernesto Guevara Lynch significa para Marta los juegos de la infancia. “Mi papá era el encargado de la estancia de la familia Frers, que estaba en Portela, y vivíamos ahí, en ese caserón que tenía 17 habitaciones, rodeado de unas 1.000 hectáreas de campo. Ellos eran Frers Lynch, porque la madre del propietario era hermana o prima, no recuerdo bien, de la mujer de Guevara, es decir la abuela de Ernesto. O sea que eran primos, cuando tuvo hijos, empezaron a venir por varios días. Entonces, también se reunían con los Guevara, que tenían un campo a unos cinco kilómetros con una casa linda, aunque no era una estancia propiamente dicha”.
“Jugábamos y hacíamos miles de travesuras, Germancito le robaba chocolates a la madre y nos íbamos a comerlos por ahí.”, relató. En las estadías en el campo, que se extendían por 15 o 20 días, se les unían los primos Guevara, además de Ernesto otras dos mujeres, una llamada Celia, y otros dos varones, Roberto y Martín, y la madre de Ernesto que era quien los acompañaba, aunque ella solía hacer una vida muy solitaria. “Era de apellido De La Serna, una señora bajita y rolliza, que se la pasaba leyendo. Mi mamá preparaba la comida pero a veces ella prefería quedarse leyendo apoyada en un árbol y ni siquiera iba a comer. Era una persona muy rara, igual que Ernesto”, explicó Marta.
Cuando se recibió de médico, Ernesto, como siempre lo llamaban por ese entonces antes de convertirse en el Ché, decidió ir a pasar un buen tiempo al campo de los Frers. “Estuvo como 20 días con nosotros. Lo queríamos mucho porque era un chico sin maldad, para nada atrevido como son ahora los jóvenes. Era solidario, buenísimo con todos. No era de esa gente que, por ser de una familia de apellido, hiciera alguna diferencia, si hacíamos torta frita todo el mundo comía torta frita. Los tíos eran igual, el patrón de mi papá, todas las tardecitas venía a la cocina para que mi mamá le cebara unos mates, y todos los peones que andaban por ahí se quedaban a matear”.
La ciudad más cercana era Baradero, por lo que las mejores anécdotas de esa época eran los paseos hacia esa localidad. “Un día Ernesto y yo fuimos con una yegua tordilla en un rastrón, que es como un sulky pero más chico arrastrado por un caballo. No me acuerdo a qué fuimos pero de lo que sí me acuerdo es de que él manejaba y yo lo retaba porque no sabía llevar bien las riendas. En un momento le tiró mucho de la boca y la yegua se cruzó de tal manera que volamos los dos por el aire y terminamos tirados entre los yuyos. Yo me había lastimado bastante una pierna así que cuando volvimos mi mamá se alarmó y me preguntó que me había pasado y yo le contesté, -“nada, que este estúpido volcó”- recordó entre risas Marta.
Pero la peculiar personalidad del Che se manifiesta en el relato de esta antigua amiga suya cuando afirma que, para esa larga estadía en el campo, el futuro líder revolucionario había llevado una sola camisa. “Me acuerdo como si la viera, era de esas que se usaban antes, celeste, de nylon duro, que no se planchaba porque tenía como una trama ondeada. Se la lavaba y se la volvía a poner. Era abandonado en ese sentido, no le daba ninguna importancia al aspecto, pero era simpático y sencillo. Yo jamás me imaginé que llegaría a ser médico y mucho menos revolucionario, para nada, porque no parecía estudioso o algo así. Pero sí que era un aventurero. Raro igual que su madre pero era un chico sencillo, común, que trataba bien a todo el mundo. Por eso cuando empezó a aparecer en las noticias no me sorprendió tanto y cuando lo mataron me dio una pena muy grande”.
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